Este ensayo es producto de la experiencia, de la formación universitaria, y de la participación en los talleres de masculinidades brindados por la Universidad Nacional Arturo Jauretche. El tono binario de la misma es en respuesta a la dicotomía hombre-mujer construida por nuestra cultura, que, a la vez, ha dejado afuera la percepción de otras minorías.
“¿Qué tienen que temer en todo esto, ustedes los
Hombres, a quienes el mundo disculpa de todo,
y a quienes el escándalo ennoblece?”
(“El conde de Montecristo” de Alejandro Dumas)
A diferencia de la frase de la notable escritora Simone de Beauvoir “La mujer no nace, se hace”, que ya muchas décadas atrás pretendía echar por tierra el razonamiento esencialista de una “identidad femenina” dada por origen natural; los varones, paradójicamente, estuvimos (¿estamos?) atrapados en una lógica inversa. Obligados a “hacernos hombres” debíamos (¿debemos?) copiar e incorporar aquellas conductas que nos formarían para un futuro varonil: seguro, fuerte, y proveedor.
No intento expresar que las mujeres no hayan sido (¿sean?) direccionadas desde niñas hacia comportamientos propios de “una mujer” o “señorita”, solo pretendo destacar cierta disparidad técnica a la hora de ser moldeados ambos géneros. Así es que, al menos por un momento, voy a dejarme llevar por la experiencia disponible. Aquella que descansa en los cimientos: la infancia y la adolescencia.
Lo que recuerdo de aquellos tiempos, bastante más conservadores que ahora, era que las niñas más bien eran corregidas cuando una conducta determinada no concordaba con el comportamiento propio de su género. Digamos cuando mi prima se ponía a jugar al futbol con nosotros. Digamos también que no faltaba quien le acercara una muñeca en una especie de maniobra de distracción que la sacara del campo de juego. Campo de juego literal, pero sobre todo simbólico. En cambio, con los varones pasaba, (¿pasa?) a la inversa. No era la distracción, sino la inducción.
No abandonemos el ejemplo deportivo: Durante un partido de fútbol se nos motivaba a los varones a “talar”i alguna pierna ajena porque eso nos convertía en hombres. “El fútbol es un deporte de hombres” debe ser la frase que más escuché en mi vida. Más que lo que vi el gol de Maradona. En definitiva, para ser hombre había que Imponerse, había que ganar. Tener más fuerza que el otro.
Claro que esto requería de un largo entrenamiento. Para mí época ya estaba pasado de moda lo del trofeo del pantalón largoii cuando lograbas reunir los requisitos de la masculinidad, así que te graduabas cuando eran reconocidas un grupo de conductas excluyentes de los maricones y de las minas.
Una fiel herramienta de entrenamiento eran las producciones cinematográficas que nos ofertaban (¿nos ofertan?), casi siempre héroes varones fuertes, agresivos, y bastante crueles, por cierto. Si bien eran las cabezas de “los malos” las que aplastaba el héroe, verdad es que…las aplastaba.
Para las mujeres más que el entrenamiento se precisaba el control y la distracción, aspecto ideal para mantener la bondad, la delicadeza, y la competente inclinación por el cuidado ajeno atribuida históricamente a ellas. Tomando el relato del héroe, aquel que aplastaba cabezas también se tomaba el tiempo para despistar con la luna y las estrellas a una mujer que en otra escena del film seguramente curaría sus heridas producidas por las múltiples batallas o porque la ingrata de su ex esposa le habría arrancado el corazón.
En definitiva, una política de mensajes inductivos para ambos. Por supuesto dos caras del mismo invento tramposo del patriarcado para justificar la opresión de las mujeres por motivos “naturales” (Carabí, 2000) y, simultáneamente, modelar soldados para la reproducción hegemónica de esa cultura. Corregir a las unas, conducir a los otros.
Pero hagamos un juego arbitrario y formulemos las siguientes preguntas: ¿Qué lugar preferirías? ¿La del que es conducido, o la de la que es corregida? Somos víctimas de un mismo patrón, pero ¿Quién se lleva la peor parte? Creo que la respuesta es obvia, pero si desarmamos aquello que produce la injusticia dejaríamos de necesitar esa comparación incómoda. Continuemos con los recuerdos. Si bien la autorreferencia puede ser un pecado para el método científico, la observación le cae bendita.
Entonces cuento: de joven, los hombres adultos (los que nos conducían a ser machos), nos llamaban “muchachos”. Una especie de eufemismo con la que nos rotulaban a modo de amnistía por aquellas conductas que NOS FALTABAN para convertirnos en “MACHOS”. Distinto a como nos llamaban las madres, tías, o abuelas, que se referían a nosotros como joven, tesoro o hasta niño. Ser muchacho tenía algo cómodo. Eras querido por las mujeres, a la vez que eras indultado por los hombres.
Esta especie de perdón, creo yo, producía un espacio más sincero donde no estábamos del todo “programados” en la góndola de los prejuicios. Nuestros típicos padecimientos de adolescentes eran compartidos tanto con varones como con mujeres. No le dábamos demasiada mecha a los axiomas circulantes de los 80 “las mujeres manejan mal” “son todas iguales” o “que vayan a la cocina”. Era muy difícil que nos contaminaran la cabeza en ese momento de rebeldía contra el orden de los adultos, aunque ir a contramano de ese orden no era la única explicación que nos unía en nuestras vidas imparciales respecto del género. Nos integraba un horizonte común, casi filosófico: nuestra existencia y nuestro futuro. Ese horizonte no tenía ningún género disponible. Así venía la cosa hasta que los DEFECTOS de la cultura surtieron EFECTO.
Ojo!. No estoy afirmando que los valores establecidos de lo masculino y femenino no hubiesen calado ya en la adolescencia en nuestras subjetividades. Desde el vamos la cosa venía de niños. Nuestros juguetes, la cama, la ropa, los colores, hasta las películas tal como señalamos. Claro que había indicios de determinantes de género. De hecho, cuando organizábamos un evento, las tareas eran divididas de la manera típica en las que suelen darse todavía en estos tiempos: las mujeres se ocupaban de la comida y los varones del traslado de material pesado. Ahora bien, casi nadie le daba una importancia superior a una cosa o la otra. Sí, es verdad, de alguna manera nos habían jodido – vos acá y vos allá, cada cosa en su lugar – pero para nosotros los varones, el trabajo que se realizaba no tenía un valor diferente, era igual de importante. Algún prendido en la gilada podía llegar a observarlo, pero la mayoría éramos muchachos, todavía no nos habían contaminado del todo con ciertos cuentos.
Si hay un lugar genuino donde podemos rescatar la adolescencia, es ese: la igualdad que sobrevive a los primeros sesgos de género a los que somos sometidos de muy pequeños. (no cuento con una muestra representativa, pero intuyo que también sucede con las nuevas adolescencias).
Ya de adultos la cosa se complica, porque la mirada externa es poderosa. Como señala el amigo Freud, una idea negativa puede tener el mismo carácter aglutinante que un líder popular. ¿Por qué los individuos nos “contagiamos” del comportamiento de los demás y nos limitamos a repetirlo sin cuestionarnos nada? Difícil contestar ahora esa pregunta.
Entonces, resulta muy difícil correrse de esos comportamientos/supuestos sociales. Lo saben las minorías, afortunadamente hoy más visibles que en tiempos anteriores, pero lo sabemos también los machos, porque ser parte de la hombría nos costó un extenso camino de concesiones, resignaciones, y negaciones. Afortunadamente las propias mujeres hoy están produciendo conocimiento en cuanto a la coerción que el sistema patriarcal nos produce a los varones, más allá que, como manifestamos al principio, la preferencia sobre qué lugar conviene más, no resuelve la injusticia que se desprende de la desigualdad de género.
Es importante resaltar, en épocas de conducción fascista, donde las palabras y los números son falsificados y vueltos a presentar, qué, cuando hablamos de igualdad, no decimos que ésta se construye en cuanto a los gustos, a la morfología, la cultura o las creencias de las personas, sino a través de derechos, oportunidades, y obligaciones que deben atravesar positivamente a las condiciones de vida del conjunto. Porque, así como se intenta vaciar de sentido a la palabra “libertad”, se puede llegar a caer en la trampa de creer que la igualdad supone un tránsito unívoco, cuando en realidad se trata de la identidad de los opuestos, de los dispuestos, y de los diferentes.
En definitiva, todo este preámbulo tiene como objetivo un manifiesto de varón. Varón armado con las piezas típicas con la que se construyeron los machos del siglo veinte. Una humilde apuesta que me mueve hoy, como primer paso -una débil e ingenua tal vez- que es la de organizar una fuga de ese macho conducido, para intentar volver al menos a ese muchacho para armar. Quizás si lo logro se puedan desechar algunas de esas piezas que a la fuerza se colocaron antes. Quizás todos los machos las podamos desechar.
Buena suerte, muchachos.
i Romperle la gamba al rival
ii Durante gran parte del siglo XX se entendía como un rito de paso a la edad adulta.
AUTOR:
Fernando de la Vega, Lic. en Trabajo Social. Docente de la Carrera de Trabajo Social (UNAJ).
BIBLIOGRAFÍA
Carabí, A., & Segarra, M. (Eds.). (2000). Nuevas masculinidades (Vol. 2). Icaria Editorial.
FREUD, S. (1973). Psicología de las masas y análisis del “yo”. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva, 3.
Dumas, A. (1854). El Conde de Monte-Cristo. Impr. del Semanario Pintoresco y de la Ilustración.