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Universidad Nacional Arturo Jauretche | Instituto de Ciencias Sociales y Administración | Licenciatura en Trabajo Social

 

Por María Laura Bagnato

Doctora en Ciencias Sociales (UBA), Especialista en Filosofía Política (UNGS) y Licenciada en Ciencia Política (UBA). Investigadora integrante del Programa de Estudios de Género (UNAJ). Docente UNAJ, UNPAZ y UBA. Directora del proyecto Cuidados y Universidad: debates, estrategias y perspectivas desde la Universidad Nacional Arturo Jauretche” (UNAJ Investiga 2023).

Como docente de la materia Género, Derechos Humanos y Políticas Públicas en la Carrera de Trabajo Social de la UNAJ e integrante del Programa de Estudios de Género (UNAJ), propongo esta reflexión para visibilizar las violencias sexistas como fenómenos que atraviesan tanto lo estructural como lo afectivo, y para mostrar cómo los cuidados, la intervención profesional y las políticas públicas pueden articularse para transformar la vida de quienes las atraviesan. En ese sentido, este texto busca poner en diálogo teoría, práctica profesional y experiencias colectivas y sostiene que los afectos no son solo emociones individuales, sino herramientas fundamentales de política, reparación y transformación social.

 

Violencias sexistas: un problema estructural y afectivo

Las violencias sexistas son, ante todo, un fenómeno social estructural: no emergen por azar ni se agotan como conflictos interpersonales, sino que remiten a órdenes simbólicos, institucionales y económicos que distribuyen poder, reconocimiento y seguridad de modo desigual (Segato, 2003). Este carácter estructural implica que la violencia aparece en contextos diversos —hogar, trabajo, instituciones educativas, espacios públicos, plataformas digitales— y que su persistencia se mantiene por la reiteración de normas, prácticas y afectos que naturalizan la subordinación (Butler, 2007).

Decir que las violencias son afectivas implica reconocer que las emociones no son un epifenómeno, sino que constituyen de los procesos que las sostienen y reproducen. Miedo, vergüenza, culpa, desconfianza e ira no son meras respuestas individuales, sino efectos de una socialidad que regula cuerpos y vínculos (Ahmed, 2015; Cvetkovich, 2003). Por ejemplo, una estudiante que teme circular sola por la universidad puede modificar su rutina diaria: deja de asistir a ciertas clases, evita espacios comunes y se aísla de sus compañeras. Así, esta inhibición no es solo personal: refleja cómo la violencia afecta colectivamente la circulación de cuerpos y emociones.

La vergüenza funciona como un mecanismo silencioso de autocensura. En entrevistas con estudiantes y docentes, muchas narran sentir que denunciar implicaría cuestionar a colegas o poner en riesgo sus trayectorias académicas o profesionales. Reconocer estas emociones permite comprender por qué la denuncia no siempre se produce, y por qué las políticas públicas deben diseñarse para acompañar a las personas afectadas, no solo para sancionar al agresor.

Como señala Daniela Losiggio (2025), el enfoque posestructuralista nos obliga a desplazarnos del “qué” al “cómo”: no solo qué sucede con la violencia, sino cómo las normas de género, las prácticas discursivas y los regímenes afectivos la producen constantemente. Rita Segato (2003) recuerda que muchas formas de violencia operan como ejecución de una norma moral patriarcal: el agresor actúa sabiendo que su conducta desafía normas jurídicas, pero las restituye simbólicamente. Comprender la violencia requiere, por tanto, articular análisis institucional, cultural y afectivo. En ese sentido, las políticas públicas que no atienden la emocionalidad y los regímenes de sentido están destinadas a ser parches que no interrumpen la reproducción de la violencia.

 

Prevención y educación integral institucional con mirada afectiva

Prevenir no significa solo informar; implica desarrollar procesos pedagógicos sostenidos que transformen climas institucionales, relaciones interpersonales y expectativas sociales, generando cambios que repercutan en los distintos órdenes de la vida, desde la convivencia cotidiana hasta la construcción de entornos más justos e inclusivos. En ese sentido, una política pública preventiva eficaz articula tres niveles:

  1. Educación formal: en escuelas y formación profesional, se busca desnaturalizar roles de género y enseñar habilidades afectivas. Por ejemplo, un taller de Trabajo Social puede incluir dinámicas donde estudiantes reflexionen sobre cómo la socialización de género impacta sus relaciones cotidianas, reconociendo emociones como celos, miedo o vergüenza, y aprendiendo a gestionarlas sin violencia.
  2. Formación de personal institucional: no basta con conocer protocolos; es fundamental que agentes administrativos y docentes desarrollen capacidades de gestión emocional y sensibilidad frente a situaciones de violencia. Una trabajadora social puede, por ejemplo, acompañar a un equipo docente para identificar señales de acoso entre estudiantes y activar rutas de contención adecuadas.
  3. Campañas sociales sostenidas: modifican narrativas públicas sobre deseo, consentimiento y poder. Un ejemplo concreto: espacios de diálogo abiertos en la universidad donde estudiantes y personal compartan experiencias y discutan colectivamente cómo prevenir situaciones de riesgo, fortaleciendo redes de apoyo.

Por ello, la Educación Sexual Integral (ESI) es central: no se trata solo de anatomía o métodos anticonceptivos, sino de emociones, límites, negociación y modelos de deseo en igualdad. Así, una clase de ESI puede incluir ejercicios de reconocimiento emocional, simulaciones de conflictos afectivos y reflexiones sobre consentimiento, para que el conocimiento se convierta en práctica cotidiana.

En las instituciones, la gestión afectiva requiere contar con protocolos que articulen contención emocional, espacios seguros, derivaciones psicológicas con perspectiva de género y dispositivos de acompañamiento comunitario. En este marco, un equipo de abordaje puede coordinar intervenciones integrales ante situaciones de violencia, combinando asistencia psicológica, acompañamiento legal y redes territoriales de cuidado.

En relación con lo anterior, la profesionalización del cuidado no se reduce a incorporar saberes técnicos, sino que implica reconocer el valor político, simbólico y material de las tareas de cuidado y acompañamiento. Supone formar equipos con herramientas para escuchar activamente, gestionar riesgos, sostener procesos de restitución y cuidar también a quienes cuidan. En este sentido, cada acción institucional —desde recibir una denuncia hasta organizar un taller preventivo— puede convertirse en una práctica de reparación y transformación, que restituya la confianza, fortalezca los vínculos y amplíe las condiciones para una vida libre de violencias.

Transformación institucional con sensibilidad afectiva

Las instituciones pueden reproducir violencia a través de burocracias que invisibilizan y deshumanizan a quienes buscan ayuda. Transformarlas requiere cambios culturales, no solo técnicos: revisar protocolos, garantizar tiempos de respuesta razonables, generar espacios físicos seguros, formar obligatoriamente al personal en género y afectividad, y abrir canales de retroalimentación con organizaciones sociales.

Para cambiar una institución, es necesario reconocer que los equipos de abordaje y acompañamiento son actores clave en el desarrollo de estas políticas. Su labor debe ser valorada tanto simbólica como materialmente, a través de visibilidad institucional, reconocimiento profesional, condiciones de trabajo adecuadas, capacitación continua y apoyo emocional. Garantizar estos elementos no solo fortalece la calidad de la atención, sino que también permite que estos equipos desarrollen su trabajo con compromiso, sostenibilidad y sensibilidad frente a las necesidades de quienes acompañan.

La participación comunitaria es clave: los dispositivos institucionales deben ser permeables a las demandas locales, permitir co-gestión con organizaciones feministas y garantizar mecanismos de control social. No se trata solo de complementar la acción estatal, sino de transformar la lógica de decisión y legitimación: el Estado tiene también la responsabilidad de escuchar y legitimar su acción en la capacidad de respuesta.

 

Dimensión afectiva de las políticas públicas

Cuando el Estado incorpora la afectividad, sus políticas dejan de ser meras prestaciones: se vuelven transformaciones de climas sociales. Programas que incluyen cuidados, acompañamiento emocional y construcción de comunidad (por ejemplo, refugios sensibles, líneas de escucha, políticas de desprivatización de cuidados) promueven no solo protección sino subjetividad pública.

Incluir la afectividad implica tres cambios de paradigma:

  1. Desplazar la centralidad del castigo como única respuesta eficaz.
  2. Plantear la prevención como inversión.
  3. Reconocer que el derecho se experimenta: la ley no es solo un texto, sino práctica que debe vivirse con dignidad.

Esto exige que la evaluación de políticas incorpore indicadores cualitativos —sentido de confianza, percepción de seguridad, reconstrucción de lazos— además de cuantitativos. La afectividad tiene un rol epistémico: nos obliga a repensar métodos de diagnóstico, incluyendo narrativas, etnografías y mediciones participativas, porque los estados afectivos colectivos (miedo, normalización de la violencia) no siempre aparecen en los números.

 

El Trabajo Social como puente entre afectos, derechos e instituciones

El Trabajo Social ocupa una posición liminal privilegiada (Turner, 1969): conecta relato (experiencia de quien sufre), derecho (marco normativo) y dispositivo institucional (recursos estatales y comunitarios). En la práctica, esto significa acompañar la denuncia con medidas concretas —alojamiento, salud, apoyo legal— y facilitar procesos de empoderamiento que reconstruyan agencia y redes afectivas.

Las prácticas del Trabajo Social con enfoque afectivo incluyen:

  • Escucha activa y validación emocional: crear condiciones para que la persona afectada pueda relatar sin ser interpelada ni criminalizada.
  • Acompañamiento integral: coordinar salud, seguridad, asesoramiento jurídico y sostén emocional; planificar salidas seguras y sostenibles.
  • Diseño de programas centrados en vínculos: reconstrucción de redes sociales y comunitarias, talleres de confianza, grupos de autoayuda.
  • Articulación intersectorial: mesas de trabajo entre salud, educación, seguridad, justicia y organizaciones sociales con protocolos comunes.
  • Prevención comunitaria: alfabetizaciones afectivas en barrios, espacios de ocio seguro, puntos de contacto en organizaciones comunitarias.

Estas prácticas no son exhaustivas ni universales: requieren contextualización territorial y cultural. La eficacia radica en la capacidad de adaptación y en el diálogo sostenido con las comunidades.

 

Los cuidados como estrategia política y práctica transformadora

Situar los cuidados en el centro de las políticas feministas resignifica lo privado como público y político (Bagnato, 2025a). Los cuidados politizados funcionan como palanca para redistribuir responsabilidades, cuestionar la naturalización de ciertos roles y priorizar la vida frente a la lógica sacrificial del neoliberalismo (Bagnato, 2025b, 2024a, 2024b).

En la práctica, esto implica:

  • Ampliar la noción de protección: acompañamiento sostenido, no solo medidas coercitivas.
  • Redefinir la relación Estado-sociedad: el Estado se hace corresponsable de la reproducción social, construyendo políticas que faciliten la conciliación y la corresponsabilidad.
  • Transformar la atención: dispositivos de contención que reconozcan el dolor, la vulnerabilidad, espacios de reparación psicosocial, y circuitos que alivien la carga material.

En esto, el Trabajo Social tiene un rol central: articular respuestas interdisciplinarias, coordinar redes y sostener procesos de empoderamiento. La politización de los cuidados redefine la democracia: no como mera competencia electoral, sino como construcción de un lazo social donde la seguridad y el bienestar de la mayoría son primordiales.

 

Conclusión: afectos, derechos, cuidados y transformación

Enfrentar las violencias sexistas exige una trama de respuestas que combine comprensión estructural, sensibilidad afectiva y acción política transformadora. No se trata de sumar recursos técnicos ni protocolos en el vacío: se trata de centrar la acción pública y la praxis profesional en la lógica del cuidado, entendiendo los afectos como dimensiones políticas y situando la vida en el núcleo de las prioridades estatales.

La política feminista y la práctica del Trabajo Social desde un enfoque afectivo convierten emociones como vergüenza, miedo o indignación en diagnóstico y energía política: transformar el malestar en demandas y decisiones colectivas. La intervención pública debe articular sanción, prevención y cuidado, complementando la acción penal con medidas que reduzcan vulnerabilidades materiales y simbólicas.

En definitiva, la transformación exige paciencia política y apuesta por tiempos largos: cambiar imaginarios, desactivar normativas normalizadoras y reconstruir confianza institucional requiere inversión simbólica y material. Con la confluencia de movimiento social, voluntad estatal y práctica profesional sensible, la denuncia se convierte en el inicio de procesos de reparación, prevención y transformación social profunda.

 

Bibliografía

Ahmed, Sara (2015). La cultura política de las emociones. Programa Universitario de Estudios de Género.

Bagnato, Ma. Laura (2025). La institución incomodada. Afectos y políticas en la experiencia universitaria. Tesis de doctorado. 

Bagnato, Ma. Laura (2025). Todas las vidas importan. Bordes, Revista de Derecho, Política y Sociedad. José C. Paz: Universidad Nacional de José C. Paz. issn 2524-9290. https://revistabordes.unpaz.edu.ar/todas-las-vidas-importan/

Bagnato, Ma. Laura (2024). Politizar los cuidados para repensar lo común. Bordes. Revista de Derecho, política y sociedad. José C. Paz: Universidad Nacional de José C Paz. 2024 vol. n°. p – . issn 2524-9290. https://revistabordes.unpaz.edu.ar/politizar-los-cuidados-para-repensar-lo-comun/ 

Bagnato, Ma. Laura (2024). Volver los cuidados el epicentro de las reivindicaciones feministas. Asociación Argentina para la investigación en Historia de las mujeres y estudios de género. Boletín 1, año 8. ISBN: 2718-7985.  Disponible en: https://aaihmeg.org/pdf/boletin-8-n1-abril-2024.pdf

Cvetkovich, Ann (2018) Un Archivo de Sentimientos – Trauma, Sexualidad y Culturas Públicas Lesbianas. Edicions Bellaterra.

Butler, Judith (2007). El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad (M. A. Mufloz, Trad.). Buenos Aires: Paidós.

Losiggio, Daniela (2025). El origen de la desigualdad: Estado y feminismos en la teoría política / Daniela Losiggio – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Universidad de Buenos Aires. Instituto de Investigaciones Gino Germani – UBA, 2025. Libro digital, PDF (IIGG-CLACSO)

Segato, Rita (2003). Las estructuras elementales de la violencia. Ensayos sobre género, entre antropología, psicoanálisis y los derechos humanos. Bernal: Universidad Nacional de Quilmes y Prometeo.

Turner, V. (1969). The Ritual Process: Structure and Anti-Structure. Chicago: Aldine.

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