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Universidad Nacional Arturo Jauretche | Instituto de Ciencias Sociales y Administración | Licenciatura en Trabajo Social

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Por Atilio Borón. Sociólogo y politólogo. Analista internacional, escritor y periodista. Profesor de la Universidad Nacional de Avellaneda.

La idea de la “sociedad” siempre resultó sospechosa para los teóricos del neoliberalismo. Su sólo nombre evocaba resonancias de socialismo, socialización, colectivismo, inclusive comunismo. La formulación más radical de este talante en los años de la segunda posguerra fue obra de Friedrich von Hayek. Para éste, la sociedad es apenas una extensión de los individuos y son sus acciones e interacciones las que la constituyen. Por lo tanto, aquella no existe independientemente de estos. De ahí que defina a la sociedad como “una multitud de hombres cuando sus actividades están mutuamente ajustadas entre sí….La sociedad no existe independientemente de los individuos y es el nombre del conjunto de sus interacciones. …  Los hombres en una sociedad pueden perseguir exitosamente sus metas porque saben qué esperar de sus pares.”[i] El remate de este razonamiento es que “la sociedad no sería un sujeto colectivo político ni ético; no podría ser interpelada y no se le podría atribuir responsabilidad ni deber alguno.” Por consiguiente, la sola exigencia de reclamar del gobierno políticas que favorezcan la “justicia social” merece de parte de Hayek las peores vituperaciones porque “el éxito de los individuos en las sociedades depende de su superioridad adaptativa innata”.[ii]

Fue precisamente el abandono de estas concepciones las que en Occidente terminaron por convalidar, según el neoliberalismo, el poder “excesivo y nefasto” de los sindicatos y, de manera más general, del movimiento obrero. Esta deriva colectivista del capitalismo a partir de la Gran Guerra terminó por socavar las bases de la acumulación privada con sus presiones reivindicativas sobre los salarios y con su presión parasitaria para que el Estado acrecentase cada vez más los gastos sociales. De ahí la execración que los neoliberales efectúan de los sujetos colectivos y las estrategias colectivas en pos de una inalcanzable “justicia social” que para Hayek es un “funesto espejismo”. Y eso es así porque las acciones e iniciativas tomadas por una miríada de agentes los cuales no sólo no se conocen entre sí, sino que, además, en esa multitud “nadie tiene la responsabilidad ni el poder para asegurar que las acciones aisladas de una enorme masa de individuos producirán un resultado particular para una cierta persona.”[iii] Dadas estas condiciones no sorprende corroborar la “impaciencia” (la furia, más bien) de Hayek con quienes utilizan irresponsablemente la expresión “justicia social”, porque tal cosa no es sino una fórmula vacía, un verdadero nonsense, una “insinuación deshonesta”, un término “intelectualmente desprestigiado” o “la marca de la demagogia o de un periodismo barato que pensadores responsables deberían avergonzarse de utilizar”. Para nuestro autor la lamentable persistencia de esta demagógica consigna sólo puede ser producto de la deshonestidad intelectual de quienes se benefician de la confusión política por ella generada.[iv]

Resumiendo, el capitalismo contemporáneo no precisa de una sociedad más que para reproducir la fuerza de trabajo que necesita para la incesante ampliación del proceso de acumulación. Fuera de ello todo lo demás son obstáculos o molestos impedimentos. La completa atomización y apatía política de la sociedad –la antipolítica- es altamente conveniente para la serena marcha de sus negocios y la fragmentación posmoderna del universo cultural -señalada acertadamente por un teórico como Jameson- es un poderoso agente que acentúa el fetichismo y, por lo tanto, la invisibilidad de la sociedad burguesa y sus dispositivos de dominación y explotación.

Tal como Fredric Jameson lo observara para la etapa del “capitalismo tardío” la escena cultural está lejos de ser homogénea o, menos aún, uniforme. La fragmentación y el estallido de los particularismos y las diversidades, desde los agentes sociales y sus géneros hasta los valores, símbolos, gustos estéticos, modos del lenguaje, estilos arquitectónicos, formas de expresión y sociabilidad en la vida cotidiana, aficiones, “life styles”  y todas las expresiones literarias y artísticas imaginables conviven, no sin dificultades, con una tendencia contraria que impulsa la creciente homogeneización de la cultura en el “capitalismo de casino”. ¿Cómo negar la creciente gravitación a nivel global de una misma comida (la “junkfood” estadounidense) y un modo de comer, el “fast food” usamericano, que pone fin a la mesa como espacio de convivialidad, de confraternidad y con-sororidad, un rito que fomenta la sociabilidad reemplazado por una rápida ingesta de una comida en un acto que hasta podría será calificado como anti-social. Cuando pasé una breve temporada como profesor invitado en la Universidad de Columbia en la ciudad de Nueva York pocas cosas me despertaban más tristeza y resentimiento hacia el capitalismo que ver estudiantes y gentes que no lo eran comiendo un sándwich o una porción de pizza mientras caminaban presurosos por la Broadway Avenue. No sólo comían en soledad, ¡ni siquiera tomaban asiento para hacerlo!  En fin, gravitación también planetaria que lleva a millones en todo el mundo –especialmente las jóvenes generaciones- a usar una misma indumentaria (empezando por los “blue jeans” y todo lo que vino después), disfrutar de una misma música, adoptar un mismo estilo de vida, relacionarse con el mundo exterior a través de un teléfono inteligente y cultivar –no todos, por supuesto, pero sí una distintiva mayoría- unos mismos valores hedonistas, consumistas e individualistas. Este lamentable sistema cultural termina facilitando el funcionamiento de los dispositivos de la explotación y la dominación a escala planetaria. La masiva, por primera vez mundial, subsunción del trabajo al capital y la facilidad del desplazamiento de éste por los cuatro rincones del globo se potencia cuando en vez de sociedades con historias, estructuras, tradiciones, identidades y legislaciones  propias se encuentra apenas con una masa indiferenciada de vendedores de fuerza de trabajo y consumidores de los bienes y servicios que producen sus gigantescas corporaciones.

Una de las consecuencias de este proceso ha sido el florecimiento de las identidades y, en paralelo, el ocultamiento de los mecanismos de explotación que afectan al colectivo social, si bien de manera distinta según las diferentes clases y grupos sociales que lo componen.  Este tema fue incisivamente analizado por Ellen Meiksins Wood en varios de sus escritos, principalmente en su gran obra de síntesis: Democracia contra capitalismo. La renovación del materialismo histórico. En ella la autora examina distintos aspectos de lo que llama “la política de la  identidad”, que al exaltar la singularidad de las diferencias y la necesidad de su tolerancia y respeto, involuntariamente -¿o no, cuestión abierta a debate?- desaparece del horizonte de visibilidad la diferencia fundamental que estructura a la sociedad capitalista: aquella que opone a propietarios de los medios de producción contra quienes sólo tienen como recurso para sobrevivir la venta de su fuerza de trabajo.[v] Es debido a esto que no es una exageración la que comete Daniel Bernabé cuando titula un libro dedicado a este tema como La Trampa de la Diversidad. Remitiendo no por casualidad a ciertos enunciados de Margaret Thatcher, Bernabé asegura que la ex Primera Ministra británica supo instrumentar una parábola semántica mediante la cual no por obra del azar la palabra inglesa “unequal” adquiere como connotación más significativa y corriente, lo “diferente” en lugar de lo “desigual”. Al fin y al cabo, en el discurso neoconservador del cual ella fue una de las más importantes exponentes prácticas esta operación no podía tener otro fin que el de, precisamente, encubrir la desigualdad insanable del sistema capitalista y sugerir que aquélla, la desigualdad de clases, era apenas una diferencia más, lo que precisamente criticaba con razón Meiksins Wood más arriba. En un discurso pronunciado ante la Conferencia del Partido Conservador dijo que “Todos somos diferentes. Nadie, gracias a Dios, es como cualquier otra persona, por mucho que los socialistas pretendan lo contrario. Creemos que todos tienen derecho a ser diferentes, pero para nosotros cada ser humano es igualmente importante”. [vi]

La contracara de esta fragmentación y radical negación de la sociedad es la despolitización que incentiva sin pausa el capitalismo a través de sus aparatos ideológicos. Aquella, nos animaríamos a decir, bien podría ser el núcleo axiológico de la nueva “lógica cultural” que necesita el sistema, la fórmula política más eficaz para asegurar la “normalidad” de la acumulación capitalista bajo las críticas condiciones del momento actual. En efecto, nada puede ser más conveniente para el capital que la existencia de una enorme masa popular cada vez más “des-educada”, atomizada, desorganizada, desinformada y, sobre todo, despolitizada,  preocupada tan sólo por asegurar su sustento renunciando a cualquier estrategia de acción colectiva por concebirla como imposible o inconveniente.[vii] Una lógica cultural que, en el terreno del trabajo, aparece bajo el signo de la “uberización”, es decir, la  tendencia hacia la transformación de la clásica relación salarial entre obreros y patronos en otra en la cual los primeros se convierten en “contratistas” y, en ciertas condiciones y en función de la eficacia de las “oficinas de propaganda” de las empresas, en insólitos asociados de sus empleadores. Ese parecería ser el capitalismo que se nos viene si no lo detenemos a tiempo. Una forma de sociedad en la cual las clases dominantes trabajan sin pausa para disolverla y atomizarla, reducirla a una miríada de grupos y fragmentos dispersos y, en un movimiento simultáneo, para alejarla de la política, predicando las virtudes de la “antipolítica”. Ésta, en buenas cuentas, podría resumirse así: ustedes métanse en sus asuntos, cultiven sus aspiraciones individuales, olvídense de las estrategias colectivas y confíen en nuestro buen juicio para gobernar. La política la haremos nosotros. Ustedes dedíquense a consumir y a expresar y reafirmar sus identidades.

 

Referencias

[i] Friedrich von Hayek, “Clases de orden en la sociedad”. Revista Libertas, (N° 36, 2002), 1-8, p.1. Saben que esperar, en realidad, porque conocen las exigencias de las leyes del mercado. Por eso la indefensión estructural de la mayoría que no posee los medios de producción la lleva a aceptar sin chistar las consecuencias que de aquellas se derivan.

[ii] Friedrich von Hayek “El atavismo de la justicia social”. En Nuevos estudios de filosofía, política, economía e historia de las ideas. (Madrid: Unión Editorial, 1978), pg 16.

[iii] Friedrich Hayek,  Law, legislation and liberty, Volumen 2: “The Mirage of Social Justice” (Chicago and London: The University of ChicagoPress, 1976), p. 33

[iv] Law, op. cit. pp.  96-100.

[v] (México: Siglo XXI, 2000)

[vi] Cf. Gabriel Bernabé, La Trampa de la Diversidad. Cómo el neoliberalismo fragmentó la identidad de la clase trabajadora (Madrid: Akal,2018) p. 68-69. Sobre este tema es imprescindible referir al lector al estupendo libro de Ricardo Romero Laullón (Nega) y Arantxa Tirado Sánchez: La clase obrera no va al paraíso. Crónica de una desaparición forzada (Madrid: AKAL, 2016).

[vii] Ver al respecto el breve pero notable texto de Silvina María Romano e Ibán Díaz Parra, Antipolíticas. Neoliberalismo, realismo de izquierda y autonomismo en América Latina (Buenos Aires: Ediciones Luxemburg, 2018)

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